Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1879-1880 (Cortes de 1879 a 1881)
Sesión: 14 de julio de 1879
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 36, 595-601
Tema: Contestación al discurso de la corona

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Sagasta tiene la palabra.

El Sr. SAGASTA: Me había propuesto, Sres. Diputados, no hablar en este ya larguísimo debate, porque no quería criticar el discurso de la Corona, que he juzgado siempre como la última voluntad de un Ministerio que, terminada su misión, adopta sus disposiciones para pasar a mejor vida, ni combatir a un Gobierno que, aun en el concepto de transitorio, considerábale yo imposible. Y tan imposible debía ser considerado por todo el mundo, que la noticia de su formación se recibió en todas partes con esta frase gráfica: "Este Ministerio no puede ser." Se necesita de todo el talento y habilidad de los oradores de la oposición que nos han precedido en el uso de la palabra, para debatir como lo han hecho los altos intereses del país enfrente de una situación transitoria, sin objeto, cuando realmente no hay Gobierno ni mayoría, ni casi minoría, pues que hasta la oposición es imposible enfrente de la nada, de un Ministerio que por su origen, por su composición, por sus medios, y sobre todo por sus resultados, representa la nada.

Hacienda pública, administración local y provincial, moralidad pública, estado de la agricultura por falta de capitales y de canales de riego, emigración de las provincias del Noroeste y de Levante, situación de los partidos políticos, esterilidad de la política exterior, cuestiones coloniales, todo aquello en que se cifra el porvenir de la Patria, todo ha debido ser objeto principal del debate de lo que se llama contestación al discurso de la Corona; pero ¿quién se ocupa con éxito de cosas tan grandes, cuando todo lo que nos rodea es tan pequeño? Por eso yo no quería tomar parte en este debate. Así que los tiros de las oposiciones, más que al Ministerio presente han sido dirigidos a otro Ministerio; más que al banco azul han sido dirigidos a los bancos encarnados. Pero se han hecho tales apreciaciones respecto al partido constitucional, se ha juzgado de tal manera su conducta, se me han dirigido tantas alusiones, que me obligan a poner merecido correctivo a las primeras y a dar debida contestación a las segundas. Rompo, pues, con sentimiento el silencio que me había impuesto, y pido perdón a los Sres. Diputados por las molestias que van a llevar a sus ya fatigados espíritus las pocas palabras que voy a tener la honra de dirigirles, sin pretensión de pronunciar un discurso, porque no es hora ya de discursos, y sin forma retórica, porque los tiempos, por lo visto, no están para retóricas.

Pocas palabras he de necesitar, Sres. Diputados, para cumplir el deber que a última hora me he impuesto, empezando por tomar como míos los discursos de mis queridos amigos los Sres. Navarro y Rodrigo y Romero Ortiz, y las pocas palabras, pero elocuentes, de mi no menos querido amigo el Sr. Balaguer, como expresión fiel del partido constitucional, a que ellos y yo tenemos la honra de pertenecer.

Debo ante todo declarar que los que han tratado de imprimir cierto giro al debate parlamentario, señalando de antemano su papel a la oposición constitucional, para obligarnos a hacer declaraciones innecesarias en mi opinión (y dicho esto en los términos más amistosos), no han hecho bien, pues nosotros no les concedemos autoridad para tanto, además de que no estamos dispuestos a aceptar cándidamente la lucha en el terreno que a nuestros adversarios pudiera convenirles. Cuando las circunstancias lo han exigido, y siempre que ha sido necesario, el partido constitucional ha fijado sinceramente su actitud de una manera espontánea, sin necesidad de imposiciones que en todo caso y siempre hubiera rechazado su dignidad.

Partidos que como el partido constitucional tienen bandera definida, y franca y declarada su actitud, no están en el caso de dar todos los días nuevas explicaciones, que sobre innecesarias, parecerían satisfacciones a desconfianzas inatendibles por lo inmerecidas; bastan, por lo tanto, las declaraciones hechas, mientras por otras tan solemnes como aquellas no sean contradichas. Los partidos que tienen fe en sus doctrinas y la conciencia de valer, no hacen en el misterio sus evoluciones. Públicamente las adoptan y solemnemente las proclaman. Creemos, por consiguiente, pasada para nosotros la época de las declaraciones. Creemos que nosotros no estamos obligados a darlas más que desde las esferas del poder, y a eso estamos dispuestos. Entonces determinaremos nuestra línea de conducta, los ideales que perseguimos, adoptando así en la política, en la administración, en la milicia y en la Hacienda aquellos procedimientos serenos, imparciales y firmes que han de llevar a la gobernación del Estado en sus diversos ramos la economía, la rectitud, la justicia de que ahora desgraciadamente carecemos por completo, sin que el partido constitucional, que se estima, pueda proceder de otra manera, porque ni está en el caso de presentar memoriales, ni obra más que por los móviles de sus convicciones, hoy más arraigadas que nunca, y por los principios que profesa.

Pero ante las muchas excitaciones de que hemos sido objeto, ha habido algunas que nacidas de la izquierda y de la derecha, nacidas de uno y otro lado de la Cámara, exigen de nuestra parte una contestación, y la voy a dar cumplida. Y me parece que todos han de quedar satisfechos.

Ni estamos arrepentidos de la parte que nos cupo en la revolución de Septiembre, ni han sufrido detrimento alguno las condiciones monárquicas que nos impulsaron patrióticamente a admitir la situación que tuvo su origen en Sagunto. Nadie ha combatido con más energía que hemos combatido nosotros los excesos de la revolución de Septiembre. Nadie los ha condenado y los condena hoy con tanta indignación como los condenamos nosotros. Pero ¡arrepentirnos de la revolución de Septiembre! Jamás. (Muy bien.) A ella contribuimos, cada cual en la medida de nuestras fuerzas, y lejos de estar de ella arrepentidos, yo declaro por mi parte que si cien veces me encontrara en el mismo caso, cien veces haría lo mismo. ¿Por qué habíamos de arrepentirnos de la revolución de Septiembre, cuyos efectos en todas partes se siente, cuya atmósfera estamos todos respirando? Volved la vista a cualquier lado, y allí encontraréis sus efectos; es más: suprimid de la historia la revolución de Septiembre, y desaparece por completo la actual situación.

Por eso, Sres. Diputados, se caían las armas de las manos de aquellos que en un principio quisieron resistirla. Por eso los encargados de combatirla entregaban en manos de la revolución su influencia y su prestigio. Por eso generales de valor y de nunca desmentida lealtad dejaban a la revolución las tropas que mandaban, y marchaban solos a ofrecer sus respetos a las Juntas revolucionarias. Por eso la que todavía era Reina de las Españas se vio sola en San Sebastián, y sola atravesó la frontera de su Reino, a pesar de hallarse respirando las frescas brisas de las inme- [595] diatas playas una gran parte de las damas aristocráticas que en tiempos más felices para ella se habían disputado sus favores y habían sido bello ornamento de su esplendente corte.

Se comprende el arrepentimiento de la Magdalena, alejándose de todo lo que fue motivo de pecado, alejando de sí toda ocasión de pecar y entregándose a la soledad, al ascetismo, a la penitencia; pero crecer y vivir a la sombra de la revolución, adquirir en ella posición, importancia, honores, grados, condecoraciones, mercedes y títulos, y luego renegar de la revolución, siquiera conservando los favores, títulos, mercedes y honores y una importancia que en otro caso nunca se hubiera llegado a adquirir, para colocarse en posición de arrepentirse otra vez? (Grandes aplausos.) ¡Ah! Eso no es arrepentimiento; eso es ingratitud, precursora infalible de la deslealtad. (Bien.) ¿Por qué, señores Diputados, por qué no hemos de tener varonil entereza? ¿Por qué no hemos de ser francos? ¿Por qué no hemos de decir los amantes de la libertad que la Monarquía de Alfonso XII vino a pesar nuestro? Pero vino. El país la acogió. Las Cortes la sancionaron. Nosotros la aceptamos. ¿Es esto arrepentimiento? No; esto no es arrepentimiento, que por lo tardío sería miserable adulación. No; esto es respeto a los fallos del país. Estos es acatamiento al Soberano de la Nación.

Pero si no estamos arrepentidos de la revolución de Septiembre, no lo estamos tampoco de la actitud patriótica que adoptamos al aceptar la situación en que vivimos.

Tres grandes convicciones, nacidas del estudio político de los pueblos antiguos y modernos, y sacadas sobre todo de grandes desengaños y de crueles experiencias de propios y de extraños, tres grandes convicciones determinan la actitud y la conducta del partido constitucional entre nosotros. Primera convicción: los principios de la revolución de Septiembre, es decir, la libertad en sus diversas manifestaciones (porque al hablar de los principios de la revolución de Septiembre, quiero decir la libertad en sus diversas manifestaciones, toda vez que no son otra cosa aquellos principios); la libertad en sus diversas manifestaciones no puede crecer, no puede fructificar en las sociedades antiguas, al menos mientras no se modifiquen en sus costumbres políticas, en sus tradiciones, en su manera de ser; no puede crecer ni fructificar más que a la sombra de la Monarquía moderna. Segunda convicción: las Monarquías en los tiempos modernos no pueden arraigar ni fructificar sino con el jugo y la savia de la libertad. Tercera convicción, que es consecuencia lógica e inmediata de las dos anteriores: sin una transacción franca, noble, honrada, leal, de la Monarquía constitucional española con los principios de la revolución de Septiembre, no serán posibles en este país la libertad ni la Monarquía.

El partido constitucional, inspirándose por consiguiente en esas tres grandes convicciones, y amante sobre todo de la libertad, como fin a que aspira la sociedad en su incesante trabajo en busca de su bienestar, es hoy (y sirva esto de contestación a la derecha) más liberal, más revolucionario que ayer; pero por la misma razón, al mismo tiempo es hoy (y sirva esto de contestación a la izquierda) tan monárquico como ayer y como siempre; y así ha emprendido su camino sin vacilaciones, sin hacer caso de los halagos de la izquierda, que agradece, sin impacientarse de las injusticias de la derecha, fijo en su camino y sin volver la vista a ningún lado, acogiendo a todo el que ha querido acompañarle en su viaje, y atento sólo al triunfo de la libertad y de la Monarquía.

Entre estas palabras, Sres. Diputados, y las pronunciadas ayer por el Sr. Cánovas del Castillo, veréis nacer una diferencia esenciadísima entre vosotros y nosotros. Vosotros pretendéis la transacción imposible de la Monarquía constitucional con la reacción; nosotros pretendemos la transacción indispensable de la Monarquía constitucional con la libertad. Vosotros buscáis para la Monarquía constitucional la alianza con los carlistas (Aprobación: aplausos), enemigos eternos e irreconciliables de la libertad, pero enemigos eternos y más irreconciliables de la dinastía de D. Alfonso XII; y nosotros buscamos la alianza de la Monarquía constitucional con las fuerzas liberales, con las fuerzas vivas del país, que si hoy son enemigas, amigas y aliadas serán el día que se convenzan de que la Monarquía española está encarnada en la libertad.

Dada esta contestación terminante y explícita a las alusiones de que hemos sido objeto en este debate, voy ahora a llamar la atención de los Sres. Diputados acerca de una rectificación interesantísima. Yo no sé hasta qué punto es conveniente, y sobre todo, no sé hasta qué punto puede ser respetuoso, traer a la discusión las conferencias con que el Jefe del Estado honra a veces a los hombres políticos que tiene la dignación de consultar. Y por cierto que las celebradas con motivo de la crisis que dio por resultado el Ministerio actual fueron objeto de largos comentarios, y tan inexactos respecto a mí, que faltaría a mi deber si en la primera ocasión que se me presenta no tratara de oponerles correctivo.

No voy a referir lo que tuve la honra de decir a S. M. cuando S. M. se dignó consultarme, sino a rectificar esos errores que en las conferencias con S. M. se me han atribuido, porque no creo irrespetuoso rectificar esos errores y restablecer la verdad.

Se dijo entonces que yo había propuesto a S. M. soluciones tan violentas, que le había presentado dificultades tan grandes, que ellas solas bastaban, aparte toda otra consideración, a hacer imposible el advenimiento al poder del partido constitucional. Pues yo desmiento de la manera más terminante esto, y afirmo, por el contrario, que no sólo no opuse dificultad alguna al Monarca, no sólo no propuse solución alguna violenta, sino que, dados los compromisos y condiciones del partido constitucional, compromisos y condiciones que el Monarca conocía perfectamente, tuve la honra de presentarle al partido constitucional lleno de moderación y templaza, lleno de paciencia y patriotismo en su deseo de no oponer obstáculos a la Regia prerrogativa en la solución de la primera crisis que al Monarca se ofrecía.

Se ha dicho que yo manifesté a S. M. que el partido constitucional, si llegaba a entrar en el poder, echaría por tierra los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales. No hablé de este punto con el Rey; pero precisamente lo contrario se desprende de lo que sobre esta materia y en términos generales tuve la honra de exponer, manifestando que el partido constitucional, como partido de gobierno, y convencido de que la base de las libertades de los pueblos es el respeto a la ley, gobernaría con las que encontrara hechas mientras no fueran derogadas en los términos y por los procedimientos determinados en el sistema constitucional representativo. [596]

Es necesario entrar en las buenas prácticas políticas. "La ley es ley, decía yo a S. M., y mientras lo sea, todos le debemos acatamiento y obediencia; el partido constitucional cumplirá en el poder todos los compromisos en la oposición contraídos, pero sin prisa ni impaciencia, con calma, respetando y haciendo respetar las leyes existentes mientras no sean derogadas." Y como no hice excepción, ni tenía para qué hacerla, de las de Ayuntamientos y Diputaciones provinciales, claro está que decía yo que el partido constitucional respetaría los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales, y que de mi conferencia resulta precisamente todo lo contrario de lo que entonces se dijo.

Tampoco es exacto que yo dijera a S. M. que si el partido constitucional subía al poder no podría reunir las Cortes hasta fin de año, y por consiguiente, fuera del plazo de los tres meses, dentro de los cuales, y según la Constitución, han de reunirse nuevas Corte después de disueltas las anteriores sin terminar su vida legal. Este error que se me supuso queda desvanecido con las indicaciones que acabo de hacer, pues claro está que si el partido constitucional respetaba todas las leyes que encontrara hechas, no había de ser menos escrupuloso con el precepto constitucional que determina que a los tres meses de disueltas unas Cortes han de reunirse otras. De mis últimas palabras dirigidas a S. M. se deduce lo contrario, porque al tener la honra de despedirme del Monarca me atreví a decirle: "Señor, cualquiera que sea la resolución de V. M., urge que la adopte pronto. El año económico se halla próximo a espirar, y no sería conveniente que el partido que haya de obtener la confianza de V. M. llegara a 1º de Julio sin votar los presupuestos." con lo cual di a entender claramente que el partido constitucional, no sólo no oponía dificultad alguna a la reunión de las Cortes, sino que tenía el propósito de reunirlas antes de los tres meses para discutir y votar los presupuestos, cosa que no ha podido conseguir el actual Ministerio, a pesar de que se dice continuador del anterior, y se va a dar el escándalo de que encontrándose los pueblos en la situación aflictiva que todos conocéis, nos vamos a separar sin haber intentado por la discusión de los presupuestos averiguar si podemos aliviar la crisis que sufren.

Conste, sin embargo, que si esto sucede no es culpa de las oposiciones: la constitucional a lo menos, y en este punto creo poder hablar en nombre de las demás, está dispuesta a permanecer aquí hasta que los presupuestos se discutan. Si no se discuten, la responsabilidad de lo que ocurra por falta de votación de los presupuestos será de la mayoría y del Gobierno, puesto que las oposiciones aquí están. Conste, pues, Sres. Diputados, que el partido constitucional, aun cuando fuera por mi humilde conducto, expuso a S. M. que por lealtad a sus principios y a sus procedimientos de gobierno, y con la noble franqueza que corresponde a los partidos honrados, no dejaría de cumplir los compromisos en la oposición contraídos; que no le opuso dificultad ninguna, absolutamente ninguna, para la solución de la crisis de Marzo, en virtud de la cual está ahí sentado ese Gobierno; y que si el partido constitucional no subió al poder, no fue por culpa suya, sino porque S. M., en su alta sabiduría, juzgó más atendibles las razones de los que le aconsejaban diferente solución, como la más conveniente sin duda a los intereses generales del país. Pero ¿qué solución es esta que se le aconsejó? ¿Para qué y por qué se le aconsejó esta solución? ¿No habéis viajado alguna vez a través de inmensa llanura, iluminada por los rayos del sol próximo a su ocaso, y no os habéis forjado la ilusión de ver a lo lejos grandes ciudades coronadas por soberbias cúpulas y altísimas torres, bosques frondosos, tranquilos lagos, caudalosos ríos, rica vegetación, y como fondo y límite de todo este cuadro, allá en el horizonte la inmensidad del mar, cortada sólo por la inmensidad del cielo? Pues ni aquel cielo, ni aquel mar, ni aquellos bosques, ni aquella vegetación, ni aquellos lagos, ni aquellas torres, ni aquellas cúpulas, ni aquellas ciudades eran tales ciudades, torres, cúpulas, lagos, barcos, mar ni cielo; eran sólo un fenómeno físico, efecto de la luz: espejismo, ilusión, nada. Pues lo que hubiera sucedido a un viajero que ilusionado con tantas maravillas hubiera pretendido alcanzarlas, hasta que convencido al fin de que eran ilusión, hubiera caído postrado y lleno de cansancio, desengañado de que no eran verdad tales portentos, es lo que sucedió a todos los españoles con la crisis de Marzo. Todos los políticos españoles hemos viajado esta primavera por la áridas llanuras de la política; todos hemos creído ver los principios de una crisis y su desarrollo, sus accidentes y resultado; todos hemos creído intervenir poco o mucho en estas soluciones: pues sin embargo, no ha habido crisis, ni cambio político, ni consulta, ni nada; fenómeno físico, efecto de óptica, espejismo, ilusión, nada. Un mes andamos tras de la crisis; todavía no la conocemos.

"La necesidad de dar más garantías de imparcialidad en el momento de hacer una consulta al país para unas nuevas Cortes, es la causa de la crisis," dijo en el Senado el actual Ministro de la Gobernación. "Es necesario que no se crea vinculado el poder en unas mismas manos, y convenía por tanto que otros hombres lo ocuparan." decía en la misma Cámara uno de los Ministros salientes del anterior Gabinete. "Cuatro años de poder han quebrantado mi salud; me faltan fuerzas ya para continuar al frente de la gobernación del Estado, " nos decía en esta Cámara el Sr. Cánovas del Castillo. Pero añadía además que hacía muchos meses había pensado en esta crisis, que la había previsto, para lo cual se entendía con el general Martínez de Campos, a quien se proponía ver después formando y presidiendo un nuevo Gabinete. Y esta antigua resolución suya no la fundaba en la falta de salud, no la fundaba en la necesidad de reposo, no la fundaba siquiera en la consideración de que podía sentirse gastado en política. Al contrario: el exceso de fuerza, la importancia de S. S., su misma grandeza, es la que le obligó a hacer dimisión. Se creyó tan grande, que se temió a sí mismo. (Aplausos en la derecha.)

Ya se ve? ¡había sido tantas y tan grandes cosas el Sr. Cánovas del Castillo! Había sido apoderado general de la dinastía de Borbón cuando estaba fuera de España; había sido Ministro de D. Alfonso XII antes de su proclamación; y por si alguien podía creer que todavía continuaba ejerciendo todos esos cargos, creyó que debía descender de la grande altura en que se hallaba.

Descendió en efecto, si bien dejando en su puesto un sustituto. ¡Sublime abnegación, digna de todo encomio! Pero ¿cuál es la versión verosímil de la crisis? Digo esto porque la que ha alegado S. S. como verdadera es la más inverosímil, es completamente imposible. Y no es que yo ponga en duda, ¿cómo he de hacerlo? No es que yo ponga en duda lo que el Sr. Cánovas del Castillo dice. Pero sobre no ser infalible S. S., desde las altu- [597] ras en que se encuentra, y de que yo no sé si cree que ha descendido todavía, no se ven bien los objetos, y su señoría no ve bien la crisis; padece en eso una profunda equivocación.

Señores, las crisis son de dos naturalezas: o parlamentarias, o constitucionales y políticas. Son crisis parlamentarias, cuando proceden de un disentimiento entre las Cortes y el Ministerio; y son crisis constitucionales y políticas cuando nacen de un desacuerdo entre la Corona y su Gobierno, o cuando para la Corona ha perdido la confianza el Gobierno, a pesar de estar apoyado por las Cortes, porque la Corona crea que las Cortes no son reflejo fiel y expresión exacta de la opinión pública. Fuera de estos casos, dadle todas las vueltas que queráis, podrá haber cambios de personas dentro de una misma situación, podrá haber lo que se llama modificaciones ministeriales; pero cambio de situación, pero verdadera crisis política no existe.

El Sr. Cánovas del Castillo tenía la confianza de la Corona, disfrutaba también, según nos ha dicho y nos ha afirmado una y mil veces, la omnímoda confianza del Monarca (llamo la atención de la Cámara sobre el calificativo), y a pesar de estas dos confianzas, el señor Cánovas del Castillo dejó la Presidencia del Consejo de Ministros por enfermedad, por necesidad de reposo, por temor de que se recelase de su propia grandeza, por constituir fuera del poder el partido conservador, por todo lo que quiera S. S., por todas las razones que aquí ha dado, que son muchas, pero siempre por su voluntad, y exclusivamente por su voluntad.

Ahora bien, Sres. Diputados; al hablarnos el señor Cánovas del Castillo con alarde de la omnímoda confianza que S. M. el Rey le dispensaba, claro es que su señoría no podía referirse a la confianza que al Monarca pudiera inspirar su persona, porque eso por sabido se calla, sino a la confianza que inspiraban al Monarca las ideas de S. S., sus procedimientos de gobierno, en una palabra, la política conservadora, que, como ahora es moda decir, informaba los actos del Gobierno que S. S. presidía.

¿No es esto cierto? Esto es evidente; y por tanto, la salida del Sr. Cánovas del Castillo de la Presidencia del Consejo de Ministros, una vez que el Rey tenía entonces confianza en las ideas conservadoras de aquel Gobierno, no significaba más que un cambio de personas que podía haberse realizado y que se realizó en efecto, siendo S. S. reemplazado por uno de sus compañeros de Ministerio o por una persona de fuera del Ministerio, pero del mismo partido. Luego, según la versión de S. S., lo ocurrido en Marzo no fue ni pudo ser otra cosa que un cambio de personas, no fue ni pudo ser otra cosa que una simple modificación ministerial; pero no fue ni se pensó en que fuera un cambio de situación; no fue ni se pensó en que fuera un cambio político; no fue ni se pensó en que fuera una verdadera crisis política.

Y ahora pregunto: si esto fuera cierto, y así se desprende de la versión dada por el Sr. Cánovas del Castillo; si fuera cierto que salió por su propia voluntad; que el Rey y las Cortes dispensaban entonces toda su confianza al partido conservador, y que por eso el partido conservador sigue hoy en el poder sin más modificación que la de unas cuantas personas en el Ministerio? ¡ah, señores! ¿qué significación hubiera tenido la consulta que S. M. se dignó tener con los hombres que figuran al frente de los partidos? ¿Qué papel no hubieran jugado las personas por el Rey consultadas? ¿En qué lugar quedaría el Jefe del Estado? No, y mil veces no. Eso es imposible.

En nombre de la nobleza del Monarca, de la dignidad de las personas por él consultadas y de los intereses más altos del país, yo niego la versión del señor Cánovas del Castillo.

La crisis de Marzo, Sres. Diputados, fue una verdadera crisis política con todos los caracteres y todas las circunstancias que acompañan a las crisis políticas; crisis presentida por todo el mundo, por todo el mundo proclamada como una gran necesidad; crisis que se hubiera verificado con la salud y sin la salud del Sr. Cánovas; crisis que hubiera ocurrido con su voluntad o contra su voluntad; crisis, en fin, cuya solución llevaba aparejada fatalmente la salida del señor Cánovas del Castillo de la Presidencia del Consejo de Ministros, aunque S. S. hubiera querido permanecer en ella.

De otra suerte no se explican ni los acontecimientos que la precedieron, ni las circunstancias que la rodearon, ni las condiciones en que se resolvió. Pero si en efecto la crisis de Marzo fue una crisis esencialmente política, ¿cómo es que dio por resultado un Ministerio conservador que se llama continuador del anterior, aceptado por el Sr. Cánovas, y por el Sr. Cánovas hace muchos meses previsto? Esta es la x del problema de la crisis, que voy a tener la honra de explicar a los Sres. Diputados.

A punto de ceder a las exigencias de la opinión pública que por todas partes le abrumaba, se encontraba ya el Sr. Cánovas del Castillo, cuando fue sorprendido por las reformas de Cuba, propuestas por el entonces gobernador general de aquella isla, que, como saben los Sres. Diputados, lo era el señor general Martínez de Campos.

El Gobierno no sólo creyó inaceptables en toda su integridad aquellas reformas, sino que las consideró peligrosas; y temiendo que aquel gobernador general de la isla, por los compromisos que tenía contraídos, las planteara en su totalidad sin esperar la aprobación del Gobierno, como había empezado a hacer con alguna, y de las más importantes, le mandó venir con urgencia a la Península. (El Sr. Cánovas del Castillo hace signos negativos.) Hace signos negativos el Sr. Cánovas. Pues aquí tengo la Gaceta donde aparece iniciada la reforma de la rebaja y tal vez supresión del derecho de exportación. Si S. S. la quiere ver, aquí la tengo.

La reducción a 10 por 100 de los derechos de exportación figura como un artículo del decreto de presupuestos formados por el S. Presidente del Consejo de Ministros cuando era gobernador general de la isla de Cuba; 10 por 100 de los derechos de exportación rebajado por S. S. como principio de esta reforma, puesto que una de las ofrecidas es la supresión de los derechos de exportación. Pues eso estaba hecho así sin el consentimiento, sin la aprobación del Gobierno, como que todavía no lo había aprobado. Y temiendo el Gobierno que el general Martínez de Campos siguiera planteando esas reformas sin esperar su aprobación, y creyéndolas hasta peligrosas, hizo venir a dicho general con urgencia a la Península.

Esta venida produjo una espera en la solución de crisis que por todas partes se presentía; porque en esto de salir de la Presidencia del Consejo o del Ministerio le pasa a S. S. algo parecido, aunque ya sé pues lo hace por no abandonar a sus amigos, le ocurre al [598] Sr. Cánovas algo parecido a lo que le pasaba a aquel desesperado que no encontraba árbol donde ahorcarse. (Risas.)

El Sr. Martínez de Campos vino a la Península contra su voluntad y hasta ofreciendo solemnemente a los cubanos volver pronto. Y tan pronto quería volver, que no tuvo inconveniente en dejarles en rehenes los objetos más caros de su corazón. El general Martínez de Campos disiente con el Gobierno. Insiste éste en que las reformas que propone aquel son inconvenientes, a lo menos en su integridad. El general cree que los compromisos contraídos le obligan a mantenerlas. Y después de conferencia tras conferencia con cada uno de los Ministros, ni el general cede, ni el Gobierno tampoco. En tal situación la crisis era inevitable. Presenta el Ministerio su dimisión, y la crisis comienza. El Sr. Cánovas propone a S. M. el Rey como solución un Ministerio presidido por el general Martínez de Campos. Y aquí diréis: pues si en concepto del Sr. Cánovas eran inconvenientes las reformas que pretendía llevar a Cuba aquel general, e inconveniente la vuelta del mismo general como gobernador de la isla por los compromisos en ella contraídos, ¿cómo con tales inconvenientes el Sr. Martínez Campos, cuya estancia en Cuba en concepto de gobernador general se consideraba peligrosa, era propuesto para gobernador general de todo el Reino? Con esto, sin embargo, el señor Cánovas conseguía su objeto, de buena fe, patrióticamente, pero al fin lo conseguía; porque llevando a la Presidencia del Consejo de Ministros al general Martínez de Campos, S. S. conseguía, primero, que no volviera a Cuba a ser gobernador de aquella isla; segundo, conservar la influencia, ya que perdía la responsabilidad del poder; y tercero, estorbar con esa influencia las reformas de Cuba, que tal como las proponía el Sr. Martínez de Campos, creía S. S. que eran inconvenientes.

Y yo no sé si tenía razón S. S. Es posible que la tenga. Lo que hay es que como todavía no se han puesto de acuerdo, no las han podido dar al público, y no conocemos las reformas sino por las muestras que en Cuaba se iniciaron, y no conociéndolas, yo no puedo dar mi opinión sobre ellas: es posible que tenga razón el Sr. Cánovas; yo no lo sé, no le combato por ello; no hago más que referir hechos.

Y además conseguía otra cosa, y es, que con el pacificador de Cuba, con el pacificador de la Península era difícil que luchara el partido constitucional, que es la manía eterna del Sr. Cánovas. (Risas.)

Toda la dificultad de S. S. consistía en convencer de la bondad de esta solución al general Martínez de Campos, que veía en ella, como suele decirse, un arco de iglesia, al contemplar los obstáculos insuperables que iba a encontrar en el ejercicio de un cargo que le era de todo punto desconocido y en el cual no había pensado hasta entonces. Pero ya nos dijo anteayer el Sr. Cánovas que todas esas dificultades se las allanó en seguida. Sin duda hubo de decirle: "Señor Martínez de Campos, S. S. no tiene política, no dispone de un partido, no conoce los personajes, no entiende de achaques parlamentarios: pues yo le prestaré a Vd. mi política, mi partido, mis Ministros, mis candidatos, mis trabajos parlamentarios, mi elocuencia y todo lo que pueda necesitar. " Y por cierto que su elocuencia se la ha prestado tanto, que la elocuencia del general Martínez de Campos es ya más aplaudida por la mayoría que la elocuencia del Sr. Cánovas. (Risas.)

El general Martínez de Campos, al ver allanadas todas las dificultades, y al encontrarse de repente con un bagaje que tanto tiempo cuesta adquirir a los demás, se convenció de que debía aceptar la Presidencia del Consejo de Ministros, si S. M. se dignaba conferírsela. En efecto, inspirado S. M. por un nobilísimo deseo y por el más puro patriotismo, aceptó el consejo que le diera el que había sido su primer Consejero, su primer Ministro; pero ¡por qué razones tan distintas! En busca, señores, de los medios más seguros de inspirarse en la opinión pública, tuvo S. M. el patriótico, el nobilísimo deseo de constituir un Ministerio electoral que se convirtiera en juez imparcial del campo, para que el triunfo en lucha libre y en condiciones iguales para todos los partidos pudiera servirle de guía y de criterio a sus Reales disposiciones. Y creyó que el general Martínez de Campos era la persona más a propósito para cumplir estos fines, precisamente por ser extraño a la política y no pertenecer a ningún partido, precisamente por el hecho de no tener compromisos con ninguno, precisamente por las cualidades que le faltan para ser Presidente de un Ministerio de una manera estable y permanente, en lo que pueden tener de estables y permanentes los cargos de esa clase.

Pero ¡oh desengaño! El general Martínez de Campos formó su Ministerio, y ese Ministerio se declara continuador de la política del Ministerio anterior, y dejando intacta la red electoral que el anterior Ministerio tenía tendida y preparada por espacio de cuatro años contra los partidos de oposición, queda triunfante en absoluto la política del Sr. Cánovas, quedan triunfantes sus propósitos; pero ¿sabéis cómo? Contra el deseo y los propósitos nobilísimos del Rey.

Y no se me diga que este Ministerio ha intervenido menos que hubiera intervenido el anterior en las elecciones y menos de lo que otros Ministerios intervinieron. Y no se me diga que por lo menos en parte, aunque se ha declarado continuador de la política del Ministerio anterior, ha satisfecho los propósitos del Rey; porque aun cuando esto sea cierto, aun cuando haya intervenido menos que el Ministerio anterior y menos de lo que otros intervinieron (yo no necesito discutirlo ahora, ni necesito negarlo), nadie duda en este país de que el resultado de las elecciones no depende tanto de la intervención inmediata, directa en el momento de la lucha, como de la intervención de los Gobiernos en los trabajos preparatorios.

Señores, imposibilidad en todos sus movimientos, atad de pies y manos a un gigante enfrente de un niño débil y enfermizo, y ¿qué importará que dejéis luchar al niño con el gigante? El niño débil y enfermizo vencerá al gigante sin necesidad de ningún otro auxilio. Pues esta lucha entre el niño débil y enfermizo y el gigante inerme y sujeto es la que ha resultado de la lucha electoral, es la que simboliza el resultado de las elecciones. Lo mismo, exactamente lo mismo se hubiera obtenido si las hubiera presidido el Ministerio anterior. Luego ha sido inútil el cambio de Ministerio. Luego hemos perdido lastimosamente el tiempo. Luego este Ministerio, y esto es lo más grave, ha defraudado, ha esterilizado los nobles propósitos del Monarca.

¡Ah! Con esto de declararse este Ministerio continuador de la política del anterior, ha dado clara muestra de que se proponía dejar ilusorios los propósitos del Rey, así como su antecesor ahogó los sentimientos más generosos de su noble corazón en un asunto que [599] aquí se ha tratado y que yo con grandísima pena tengo que recordar. En vez de dar expansión a sus sentimientos generosos hasta donde le permitía su deber como Rey constitucional, Sres. Diputados, el Gobierno dejó levantar un cadalso. El cadalso desapareció, y surgió una orfandad. Pero allí los sentimientos generosos del Rey no tenían las trabas constitucionales en que antes se estrellaran, y el Rey amparó aquella orfandad, y sin que el Gobierno tuviera conocimiento, porque no tenía para qué, sin que el país supiera nada, sin que lo haya sabido nadie hasta ahora, la hija del desgraciado Oliva viene disfrutando una pensión vitalicia del bolsillo particular del Rey.

Si los sentimientos más puros del alma pudieran alguna vez ser protesta contra algo, ¿es o no una verdad, Sres. Diputados, que esta generosidad del Rey es la más elocuente protesta contra la innecesaria severidad de su Ministerio, innecesaria severidad con la cual nada se ganó, con la cual, al ahogar los sentimientos del Monarca, ahogasteis también la expresión de una cariñosísima popularidad?

Habéis esterilizado los nobles propósitos del Rey en la cuestión electoral. Primera falta, falta gravísima, falta de trascendentales consecuencias, hija de la inexperiencia política del general Martínez de Campos. Yo quiero que el general Martínez de Campos no se moleste conmigo porque al combatirle no le prodigue elogios; no vaya a creer que hago una excepción para con S. S. Este es mi sistema cuando me levanto a combatir aquí a mis adversarios. No le prodigo elogios, ni aún siquiera como recurso retórico, por el temor de que crean que busco en justa reciprocidad los suyos. Además, entre aquella intransigencia política casi salvaje de los hombres de nuestros antiguos partidos, que porque dentro de aquí disputaban sus diferencias de doctrina, fuera de aquí ni se saludaban ni se estrechaban la mano, y el peligro de convertir las discusiones políticas en una especie de sociedad de elogios mutuos, hay un término medio que yo creo es el mejor para la solemnidad de los debates parlamentarios, término medio en el que pienso permanecer, y del que procuraré no salir al dirigirme a S. S.

Su señoría no ha debido aceptar ese puesto sino en todo caso de una manera transitoria, declarándolo así, y por el menor tiempo posible, por todo aquel que necesitara para disponer el campo electoral en iguales condiciones para todos los partidos, para ser juez imparcial en la lucha; en una palabra, para cumplir los grandes fines que el Rey se proponía. La misión era difícil, en mi opinión poco práctica, y así tuve la honra de manifestárselo oportunamente a S. M. Pero al fin y al cabo, ¿la aceptó S. S.? Pues ha debido hacer todo lo posible para cumplirla, y no empezar por declarar que su Ministerio era continuación del anterior y por dejar todos los trabajos electorales de dicho Ministerio, con su mecanismo administrativo y político; ha debido rodearse de hombres imparciales e intentar el cumplimiento de aquella misión, como satisfacción necesaria a tan patriótico deseo. Fuera de eso S. S. No tiene misión alguna que cumplir; S. S. no puede responder a ninguna necesidad, a ningún objeto. Es S. S. un bravo soldado, un militar afortunado, un general distinguido; pero eso no basta para gobernar un Estado. Los generales que antes que S. S. ocuparon el poder, lo conquistaron, más que por lo que tenían de generales, por lo que tenían de hombres políticos.

Espartero, Narváez, O'Donnell, Prim (y cuenta, señores Diputados, que por consideraciones fáciles de comprender no cito más que a aquellos capitanes ilustres que por desgracia de su Patria han desaparecido ya de entre los vivos), eran, si bien generales distinguidos, tan distinguidos como S. S., y no dirá S.S. que le doy mala compañía; eran, digo, al mismo tiempo también hombres políticos conocidos; eran jefes de partido, representaban una idea, llevaban en la mano una bandera política, y su exaltación al poder no significaba la exaltación del general, sino el triunfo de una idea, la victoria de una bandera, el advenimiento al poder de un partido. Pero ¿qué idea ha triunfado con el advenimiento al poder del general Martínez de Campos, cuando ha dicho S. S. en todas partes y de todas maneras que S. S. no tiene ninguna idea política? ¿Qué partido representa S. S., y qué partido por consiguiente ha triunfado, si S. S. ha dicho siempre que no está afiliado a ninguno?

Preguntaba el otro día el Sr. Martos: " ¿Qué diría el general Martínez de Campos si yo tomara el mando de un ejército y la dirección de una batalla? " Pues yo le voy a contestar a S. S. Probablemente diría el general Martínez de Campos: "El Sr. Martos está loco. " Y con el general Martínez de Campos lo diría todo el mundo.

Yo no me atrevo a decir tanto de S. S.; pero sí creo y debo advertirle que la suerte de los Estados no depende tanto de la buena o mala dirección de una batalla, cuando de la buena o mala dirección de su política. De la misma manera que el Sr. Martos aceptando el mando de un ejército y la dirección de una batalla se encontraría colocado entre la responsabilidad de los desastres probables por su tenacidad, y el ridículo de tener que obedecer a aquellos a quienes estaba destinado a mandar, del mismo modo se va a encontrar S. S. en ese puesto, entre la responsabilidad de las consecuencias fatales que puede traer su incapacidad política, y la triste situación de que estando S. S. al frente del Gobierno, todos gobiernen, todos, menos S. S.

Pero hay más, Sres. Diputados. La presencia del general Martínez de Campos en ese banco es el triunfo más descarado y arrogante que ha tenido en este país, y aún en otros países, el militarismo.

No niego, no me opongo a que un militar ocupe el puesto que S. S. ocupa; pero es cuando además de militar, y sin perjuicio de serlo, ha dado pruebas de político eminente, ha representado alguna idea política, está al servicio como político de una bandera. Así es que, recordando los mismos generales, Espartero era jefe del partido progresista, representaba una idea, la idea del progreso. Y cuando le veíamos de Presidente del Consejo de Ministros, no veíamos la espada de Luchana, sino el triunfo de las ideas liberales. El general Narváez era jefe del partido moderado, representaba una idea, la idea del orden, con exageración quizás, a mí me parece que con gran exageración, aun cuando yo no vaya a remover las cenizas del pasado. Y cuando el general Narváez ocupaba ese puesto, no lo conquistaba por sus tres entorchados ni por sus méritos militares, sino que significaba el triunfo de la idea de orden. El general O'Donnell representó aquí una gran transacción, más o menos feliz, pero una gran transacción entre los elementos liberales y el Trono de Doña Isabel II, y su advenimiento al poder no era el triunfo de la espada de Lucena, era el triunfo de aquella gran transacción política que se llamó Unión liberal. El ge- [600] neral Prim, vida y pensamiento de los Ministerios que presidió, como vida y pensamiento hubieron sido de los Ministerios que presidieron O'Donnell, Narváez y Espartero, no fue a ese puesto por sus hazañas militares; lo ocupó porque era el espíritu vivo de la revolución. Pero S. S., ¿qué lleva a ese puesto? Su espada, muy brillante; los entorchados, muy brillantes también, y sus servicios militares. Pues eso, ni más ni menos, es el triunfo descarado y arrogante del militarismo; ¡militarismo, Sres. Diputados, creado y defendido por el Sr. Cánovas del Castillo, que contaba entre sus hechos políticos más culminantes, y como la obra más grande de su política, haber destruido en este país el militarismo! Y es que S. S. está verdaderamente desgraciado de algún tiempo a esta parte; su política no es más que una serie de fracasos.

Pero ya se ve, ¿qué le ha de suceder, si ha echado sobre sus hombros una empresa titánica, empeñado en demostrar eternamente que no hay ningún partido que tenga condiciones para gobernar, como no sea el partido que capitanea? ¿Cómo si fuera posible que un sólo partido, por juro de heredad, permaneciera en el poder en las Monarquías constitucionales; como si todos los demás partidos no tuvieran perfecto derecho a desenvolver sus principios desde las esferas del gobierno, una vez que estén dispuestos a defender los principios fundamentales! ¡Ah! El Sr. Cánovas del Castillo se ha empeñado de algún tiempo a esta parte en jugar con fuego, y el que con fuego juega, al fin y al cabo se abrasa; y aunque S. S. ha conseguido mezclar en ese juego al general Martínez de Campos, no lo espere su señoría, no puede repetirse aquí el eclipse parcial de hace tres años; primero, porque las circunstancias no son iguales; segundo, porque los hombres no se acomodan siempre a lo que entonces se acomodaban, haciendo un papel poco envidiable; y tercero, porque no es conveniente, sino altamente peligroso, ofrecer al país más de una vez ciertos espectáculos.

Créame el general Martínez de Campos, a quien no he deseado lastimar; créame S. S. En ese banco será una perturbación; una perturbación si no se deja dirigir, y una perturbación si es dirigido. Si no se deja dirigir, porque faltándole las fuerzas políticas, que son las únicas para poder gobernar en los sistemas constitucionales y parlamentarios, no le quedará a S. S. más que la fuerza material; ahí será sólo expresión de tal fuerza, y la expresión de tal fuerza en ese banco, créalo S. S., es una amenaza, es un insulto al sistema constitucional.

Hay más: no cabe aquí la expresión de la fuerza. Así lo decía elocuentemente el Sr. Cánovas del Castillo: "Bajo estas sagradas bóvedas no cabe la expresión de la fuerza, no cabe sino la expresión del derecho. "

Y si S. S. es dirigido, otra perturbación también. Porque entonces S. S. al frente del Gobierno estará sometido a un protectorado que las leyes, la Constitución y su propia dignidad, como la del país, rechazan. En último resultado, independiente o dirigido, S. S., una vez terminada la misión que vino a cumplir, no tiene ya ninguna. Y aun suponiendo en S.S. la voluntad más firme, no hará nada; ni practicará política propia, ni practicará política ajena; ni realizará ninguna de sus decantadas reformas de Cuba; ni cumplirá sus solemnes compromisos; ni hará nada más que consumirse estérilmente, viviendo a costa de su reputación militar, como ciertos seres en ciertas épocas del año viven a costa de su propia sangre. Y entre la tutela del Sr. Cánovas del Castillo, los agravios del Sr. Romero y Robledo, las imposiciones del Sr. Elduayen, las exigencias de los moderados y las perturbaciones de la mayoría, S. S., al frente del Gobierno y todo, y en medio de sus amigos, no será más que un prisionero político. ¡Cosa rara en S. S., que a tenido la suerte de no ser nunca prisionero de guerra, a pesar de haberse presentado sólo entre sus enemigos muchas veces, según nos ha dicho!

Señores Diputados, he atacado los fundamentos de este Ministerio. ¿He de entrar ahora en el examen de su política y de sus actos? No, porque sólo estoy hablando para alusiones personales. Además, los actos y la política del Ministerio han sido combatidos mucho más elocuentemente que yo pudiera hacerlo, por los oradores que me han precedido en el uso de la palabra. Pero, prescindiendo de eso, os diré que las enfermedades se combaten de dos maneras: o atacando el mal en su esencia, o atacando los síntomas. Otros han atacado los síntomas de esta situación. Yo la he atacado en su origen.

Concluyo. Esta situación, Sres. Diputados, no tiene más que una salida, que no es buena, ¿Cómo ha de serlo? En política no se cometen errores impunemente. Este Ministerio ha hecho fracasar los nobles propósitos del Rey; estas Cortes son producto del fracaso de este Ministerio; el Rey no puede inspirarse en estas Cortes, como no pudo inspirarse en las anteriores cuando fueron disueltas. Pues el Ministerio y las Cortes tienen que desaparecer, y tienen que volver las cosas al ser y estado que tenían cuando presentó la dimisión el Ministerio del Sr. Cánovas del Castillo y comenzó la crisis de Marzo. (Rumores.) Que el remedio no es bueno. Ya lo sé. Hay pocos remedios buenos; pero la culpa es de la enfermedad. Yo doy este consejo leal, porque tengo la seguridad de que si esta espontánea disolución no se hace hoy, se hará mañana forzosamente; con la diferencia de que, haciéndose hoy, el mal puede quedar limitado a una esperanza defraudada, a cinco meses de pérdida de tiempo, a un ensayo desgraciado; mientras que haciéndose mañana, el mal puede tomar tal gravedad, que sea difícil su remedio. (Grandes y prolongados aplausos.)



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